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EL DÍA QUE APRENDÍ DE LAS PIEDRAS BAJO EL RÍO

Un día quise ser feliz, y me levanté dispuesta a lograrlo.

Decidí hacerlo todo perfecto, a no permitir errores, a no equivocarme, quizá sea una buena manera para ser feliz, -pensé. Obviamente me fue imposible. Parecía que mientras más procuraba ser perfecta, más se inclinaba la balanza hacia la imperfección. Lo que ganaba en unas cosas las perdía en otras. La vida sin duda no es una suerte de línea recta, sino un zigzagueo constante. Lo único que podía hacer era mantenerlo ascendente. Pero aquel mismo día descubrí también que la belleza está también en los errores, en el hecho de aprender de mis equivocaciones y de trasmitir ese aprendizaje a mis semejantes. No, ser perfecta no me llevaría a la felicidad.

Al día siguiente volví a querer ser feliz, y en esta ocasión me propuse caerle bien a todos. Intenté sonreír siempre, ser la gran amiga de todos, decidí nunca contradecirles en nada para no contrariarles, opté por dejarme llevar por ellos para mejorar la empatía, incluso hasta me adapté a ellos en sus gustos y maneras, en sus pensamientos y filosofías, hasta el punto que no me podía reconocer a mí misma. ¿El resultado? Me perdí entre las masas, me dispersé entre las multitudes. Dejé de ser única, dejé de ser yo. No. Definitivamente este no era el camino para ser completamente feliz.

Entonces, otro día volví a desear ser feliz con todo mi ser.

Me determiné a esconderme, a recluirme. Quizá el problema era que al tratar con gente tan imperfecta las cosas entonces nunca jamás podrían salir perfectas y llevarme hacia la ansiada felicidad. Pasé océanos de tiempo sola, en un lugar lejos de todo, apartado. Pero me fui volviendo extraña, un ser insensible. Dejé de sonreír y de comprender el dolor y las necesidades de los demás. No veía ni la luna, ni los rayos del sol me daban calor. No podía ver las aves volar, ni oír su canto, ni el sonido del mar, ni el golpeteo de las gotas de lluvia caer. No, esconderme tampoco era la forma.

Y así fue como luego de mis tres intentos fallidos, probé con una última cosa: voy a hacer sólo lo que me guste, oír sólo a quien quiera oír, ver sólo a quien quiera ver, hablar sólo con quien quiera hablar. Sí. Quizás de esta manera podría evitar momentos bochornosos e incomodidades. El placer será el camino, sin duda… Pero me volví irresponsable, terca, orgullosa, caprichosa y distante. Marqué distancias. Eludí tareas. Olvidé la importancia de la disciplina, y me hice débil en carácter y en pensamiento. Esta vez, tampoco lo logré.

Me quedé sin ideas y muy frustrada. Me enfurecí conmigo misma. Caminé hacia la orilla del río y me senté sobre las piedras mientras veía las correntosas aguas seguir su camino.

Ah, las piedras…

Son llevadas por la corriente, empujadas, se golpean las unas a las otras, No pueden decidir con cuál piedra chocarán. No pueden evitarse entre sí. Una fuerza superior las obliga a impactar contra otras al mismo tiempo que avanzan hacia adelante. Y en ese trayecto pulirán sus asperezas, se volverán dóciles pero no por ello menos fuertes. Dejarán atrás otros instantes, otros momentos, y sencillamente se dejarán llevar por la fuerza de las aguas para descubrir otros instantes y otros momentos, que las seguirán puliendo.

Sí. Creo que lo tengo.

Finalmente me levanté cierto día, y esta vez con las ideas más claras: las personas de nuestra vida se cruzan en nuestro camino para recordarnos a nosotros mismos nuestras propias falencias y fortalezas, nuestras propias habilidades y torpezas, nuestras propias necesidades y nuestras propias virtudes. No, nadie se cruza en tu vida en vano. Aún cuando no logres entender por qué te rechazan, por qué no te aceptan tal y como eres, por qué no simplemente te aman, muestran el camino, te enseñan… aún así, esas personas están para pulirte, para hacerte más fuerte, y para ayudarte a avanzar hacia adelante.

Definitivamente, la felicidad no se halla en nuestra egoísta forma de apreciarlo todo y de querer tenerlo todo al alcance; la felicidad está en la fuerza de superar la adversidad juntos y aprender juntos, y en la bondad, y en las manos que dan; en la esperanza de saber que todas las cosas ayudan a bien a quienes viven bajo las leyes del amor.

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Creo que no hay nada más artístico que amar verdaderamente a la gente.

Vincent Van Gogh

1 comentario en “EL DÍA QUE APRENDÍ DE LAS PIEDRAS BAJO EL RÍO”

¡Gracias por tu comentario! Un abrazo.